sábado, 24 de enero de 2009

Poesía de Sergio Rodríguez

Sergio Rodríguez Saavedra establece en Memorial del confín de la tierra una palabra certera y vigorosa. Visión de mundo que, abastecida del milagro de sobrevivir a los más duros embates de la experiencia, se nutre de la gran poesía chilena. Se percibe en sus poemas de amor una fuerza emotiva, una saludable y renovadora voluntad de recuperar el lirismo, ausente de la escena por el predominio de ciertas actitudes predeterminadamente vanguardistas e intelectualizadas. Expresa en Glosar de Verónica: “No se glosa, imposible,/ ese tacto de muslo, la mariposa y la oruga/ uniéndose en una misma sombra, /algunos libros, el pan, el vino/ los utensilios que sirven para escanciar los cuerpos”. Nos sentimos transportados a un lugar reconocible, los cuerpos en las habitaciones del Neruda joven, los juguetones aposentos del erotismo travieso y desacralizador de Gonzalo Rojas.

Son múltiples recuerdos, remembranzas de un pasado que sigue atravesando Chile: el dolor colectivo causado por la violencia de un régimen irracional y despiadado. Pero el poeta es hermano de la esperanza y dice sin odio ni resentimiento en Ritual de la resurrección:

“Escogeremos el calendario viejo/ para iniciar nuestra memoria./ Escribiremos para que otro sentido herede la voz:/ un atrapa niebla de palabras ausentes/ ahogadas en el río ligero del olvido”. Entonces surge la creación como un bálsamo, surge de la conciencia una convicción, nuevamente la voz encuentra eco, y dice: “Pero he trabajado más que la arruga/ y hoy saco de ti esta madre en medio del camino/ y canto en tu hijo la fruta que renace./ Parto mi pan frente al espejo/ para que todas las ánimas multiplicadas/ alcancen su ración y caminen entre nosotros/ con el hambre en el olvido./ Y vuelvan a tener rastro/ los que perdieron el nombre.”

Emoción contenida largamente, bellamente decantada en versos sustantivos y esenciales. Canto profundo de una generación, ejercicio espléndido de libertad. Aporte de continuidad y crítica, que marca con fuerza un sentido de necesidad de obras como ésta, inaugurando y destituyendo, sacralizando y desacralizando al unísono la poesía tutelar.

La actitud consecuente, tenaz y rigurosa de esta personalidad, valerosa en la revisión de su propuesta literaria y los planteamientos sociales que ella implica, se une con la mayor dignidad al valioso legado de la poesía chilena, agregando un tono esperanzador, un resplandor nuevo que hacía falta y que nos conmueve por su enérgico mensaje de fraternidad.
  • (Paz Molina, La Nación, 2 de diciembre de 2003)

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